El joven delantero argentino conquista su primera txapela mano a mano después de derrotar con contundencia a Iñaki Urrutia en Bilbao “Esos últimos pelotazos los he dado con la fuerza de mi familia”, dice Román Maldonado. Aún boquea. Aún resuenan en su cabeza las palabras de su hermano y botillero Agustín. Le dice que empale con el alma cada uno de los pelotazos, que la oportunidad es increíble. El palista de Venado Tuerto sabe que lo necesita, que Agustín –“con quien paso casi más tiempo que con mi pareja”, reconoce como una broma entre risas– aprieta como una bayeta. Y saca de él un jugo imposible. “Aquí no somos amigos. A por él”, certificaba unos minutos antes desde la red del rebote del frontón Bizkaia de Bilbao. Era para que no tuviera piedad. Porque el tiburón no la tiene. Cada vez que intuye la sangre, se tira a dentellear ciego de hambre, que la tripa cruje de ambición y necesidad de carne. Porque Maldonado tampoco la conoce: ojos de escualo, sonrisa de escualo, amasijo de músculos en ebullición. Es un joven nacido para jugar a pala.
El argentino es el nuevo Rey del Individual del leño con apenas 24 años. En tres campañas ha crecido desde el debut en Innpala a lo más alto. Saluden al nuevo emperador. Iñaki Urrutia, en una mala tarde, sufrió el ventarrón. Porque Román fue huracán desde la salida. Gen competitivo, seriedad, ideas claras. Busca el rebote. Busca el carril. Todo perfecto. El mejor guionista. Y, además, en los momentos de incertidumbre apareció la suerte, la que bendice y condena.
Dice Román que desde los once años soñaba con verse en lo más alto. Que Fusto era su ídolo. Pues bien, el de Buenos Aires, siete veces campeón de la especialidad, acabó dándole un abrazo sincero y cediéndole el testigo de argentino a argentino. A él, al que su familia esperaba para auparle y mimarle como campeón. Con la bandera albiceleste tatuada las muñequeras y el casco. Un sol orgulloso en la nuca.
Diario Deia